RAFAEL COURTOISIE. URUGUAY (1958)

ESTADO SOLIDO

En toda pared hay un abismo ordenado. Una pared es un colmo, la principal apariencia dele estado sólido: encalada, es un espejo que devuelve la imagen intestina, la blancura de una piel sin cuerpo, una ausencia notoria pero vulnerable, la falta completa de un objeto.

Desprovista absolutamente de glándulas, sin vísceras, la pared acumula un pureza que termina.
Es lo contrario a un órgano pero recuerda a éste por su membrana: todo órgano requiere de pared o paredes, toda sospecha acude a su pared, no hay intimidad sin paredes.

Probablemente es la intimidad la verdadera, la posible víscera de las paredes, la intimidad con su muscosa oculta, su invención en penumbras que empieza y termina en la pared, aunque afuera, bajo la luz del sol estire su pedúnculo, su fantasma de raíz rastrera, la acera o el camino, aplastados de horizontalidad.

Si la intimidad es la víscera de la pared, y la pared la protege, detrás de todo conjunto de paredes puede haber un misterio, cuya glándula invisible se constriñe, se apaga y precipita en los derrumbamientos, cada vez que hay un sismo.

Entonces la pared acude a su silencio: "Si las paredes hablaran..."

Las paredes hablan, sí, un idioma perfectamente vertical cuyo dominio exhiben los reclusos.
Una pared es muda en su estridencia, es lacónica a los gritos.

Las paredes hacen pensar en un pequeño mar despierto, en un agua puesta de pie en quejido. Pero a poco que se la toca se sabe que es un mar duro y prescindente, que no hay peces.

La pared no tiene orillas. Nadie naufraga en la pared salvo el desesperado, el que se estrella la cabeza, el que se rompe el casco del absurdo contra la pared.

Además, ¿cómo nadar un mar vertical? Un mar que va ninguna parte, porque la pared desemboca en sí misma, aunque el piso y el techo sean excusas. La pared retrocede sin moverse, pues siempre está en su sitio, y en el proceso de este movimiento imposible, de esa manera que no obedece a la luna sino al tiempo, se erosiona, se agrieta, deja una resaca que se confunde con el polvo, que nadie ve y que se barre y expulsa como si fuera una materia floja, cuando en realidad es materia de la pared, polen de hueso.

Calcárea, obcecada, la pared simula una meditación. Pero no piensa.

De Estado sólido, 1996.


EL AMOR DE LOS LOCOS

Un loco es alguien que está desnudo de la mente. Se ha despojado de sus ropas invisibles, de esas que hacen que la realidad se y se desvíe. Los locos tienen esa impudicia que deviene fragilidad y, en ocasiones, belleza. Andan solos, como cualquier desnudo, y con frecuencia también hablan solos ("Quien habla solo espera hablar con Dios un día").

Más difícil que abrigar un cuerpo desnudo es abrigar un pensamiento. Los locos tienen pensamientos que tiritan, pensamientos óseos, duros como la piedra en torno a la que dan vueltas, como si se mantuvieran atados a ella por una cadena de hierro de ideas.

El cerebro de un pájaro no pesa más que algunos gramos, y la parte que modula el canto es de un tamaño mucho menor que la cabeza de un alfiler, un infinitésimo trocillo de tejido, de materia biológica que, con cierto aburrimiento, los sabios escrutan al microscopio para descifrar de qué manera, en tan exiguo retazo, está escrita la partitura.

Pero desde mucho antes, y sin necesidad de microscopio ni distinciones, el loco sabe que el canto del pájaro es inmenso y pesado, plomo puro que taladra huesos, que se mete en el sueño, que desfonda cualquier techo y no hay cemento ni viga que pueda sostener sus hartura, su tamaño posible. Por eso que algunos locos despiertan antes de que amanezca y se tapan los oídos con su propia voz, con voces que sudan de adentro, de la cabeza.

Los pensamientos del loco son carne viva, carne sin piel. En el desierto del pensamiento del loco el pájaro es un sol implacable. El canto cae como una luz y un calor que le picara al loco en la carne misma de la desnudez.

Pero la desnudez del loco es íntima: de tanto exhibirla queda dentro. Es condición interior, pasa desapercibida a las legiones de cuerdos cuya ánima está cubierta por completo de tela basta, gruesa, trenzada por hilos de la costumbre.

El único instrumento posible para el loco, para defender su desnudez, es el amor. El amor de los locos es una vestimenta transparente. Esos ojos vidriosos, ese hilo ambarino que orinan por las noches, ese fragor y ese sentimiento copioso y múltiple que no alteran las benzodiazepinas, que no disminuye el Valium, permanecen intactos en el loco por el arte del amor.

Es un amarillo, y una cuchara, y un punzón. Es todo menos un vestido, no cubre sino que atraviesa, no mitiga sino que exalta. El amor de los locos tiene una textura, un porte y una sustancia.

La sustancia se parece al vidrio, pero es el vidrio de una botella rota.

De Estado sólido, 1996.

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